LA NOVIA VESTÍA DE NEGRO
Cornell Woolrich

TEXTO INTEGRO. Edición especial para Discolibro de E. Acervo.
Reservado exclusivamente a los socios de Discolibro.
Núm. de título: 2.306.
Reservados todos los derechos E. Acervo
I.S.B.N. 84-7002-034-X.
Depósito Legal: B- 23.729-1973.
Impreso en España. Printed in Spain.
Imprime Gráficas R.I.G.S.A. Estruch, 5. Barna.

Digitalización y corrección por Antiguo.
2
PRIMERA PARTE
BLISS

«Luna, luna azul, tú me has visto solo,
sin ensueños y sin amor.
Luna, luna azul, y sólo tú sabías
por qué estaba allí.»

RODGERS y HART.
I
LA MUJER
¡Julie! ¡Mi pequeña Julie!

El grito siguió a la mujer por el hueco de la escalera hasta que hubo descendido los cuatro pisos. El murmullo más dulce, la llamada más fuerte que unos labios humanos puedan lanzar. Pero no la hizo vacilar, ni acortar el paso. Su rostro estaba más pálido cuando salió a la calle, y eso fue todo.

La muchacha que la esperaba, junto a la maleta, en la puerta de la calle, se volvió y la miró con una expresión de incredulidad; parecía preguntarse dónde había encontrado Julie la fuerza necesaria para marcharse. La mujer pareció leer sus pensamientos: respondió a la silenciosa pregunta:

—Decirles adiós es tan duro para mí como para ellos; pero yo me había acostumbrado a
esta idea. He tenido muchas noches, y muy largas, para endurecer mi corazón. Ellos no

han pensado en la cosa más que una vez; yo en cambio la he repetido mil veces.
Y, en el mismo tono, continuó:
—Voy a tomar un taxi. Hay uno allá abajo.
Mientras el vehículo se acercaba, la muchacha miró con aire interrogador.
—Sí, puedes acompañarme, si quieres. A la estación del Gran Central, chofer.

No se volvió a mirar la casa, ni la calle que estaban abandonando. No tuvo una sola mirada para las otras calles que conocía tan bien, para ese rincón de la ciudad donde había vivido siempre.

Tuvieron que esperar un poco delante de la taquilla, ocupada en aquel momento por otra

persona. La muchacha estaba en pie, inquieta y desesperada.
—¿Adonde vas? —preguntó.
—No lo sé; todavía no lo sé. Hasta ahora no he tenido tiempo de pensar en ello.
Abrió su bolso, dividió en dos partes el pequeño fajo de billetes que contenía, y cogió una
de las partes. Se inclinó hacia la abertura de la taquilla y puso el dinero sobre el mármol.
—¿Hasta dónde puedo ir con esto?
El empleado contó rápidamente.
—Hasta Chicago, y le devolveré noventa centavos.
—Déme un billete.
Se volvió hacia la muchacha.
—Puedes regresar a casa —le dijo—. Al menos podrás contarles esto.
—No diré nada si me lo prohíbes, Julie.

3
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